LA MENTALIDAD SIMBOLISTA





Por: Frithjof Schuon

Según un error muy extendido –que incluso se ha hecho más o menos "oficial" con el auge del evolucionismo–, todos los símbolos tradicionales se tomaban al principio al pie de la letra, y el simbolismo propiamente dicho es sólo fruto de un "despertar intelectual" tardío. Esta es una opinión que invierte por completo la relación normal de las cosas, como hacen todas las hipótesis análogas que se insertan en un contexto evolucionista. En realidad, lo que aparece más tarde como sentido añadido se encontraba ya implícito al principio, de manera que la "intelectualización" de los símbolos no es resultado de un progreso intelectual, sino, por el contrario, de la pérdida de la inteligencia primigenia en la mayoría. Así pues, a causa de una comprensión de los símbolos cada vez más defectuosa, y para eludir el peligro de la "idolatría" (y no para escapar de una idolatría supuestamente preexistente pero en realidad inexistente), la tradición se vio obligada a explicitar verbalmente unos símbolos que en el origen –en la "Época Divina"– eran de suyo completamente adecuados para transmitir las verdades metafísicas.

Ese error de creer que en el origen todo era "material" y "tosco" –lo que falsamente llaman "concreto"– ha llevado a algunos incluso a negar a toda costa que los pueblos "primitivos", especialmente los indios norteamericanos, tuviesen la idea de un Dios supremo, y ello a menudo con argumentos que demuestran precisamente lo contrario. Lo que revelan las incomprensiones de este tipo es sobre todo que la mera "especialización" científica –el conocimiento de las formas craneales, idiomas, ritos de pubertad, métodos culinarios, etc.– no equivale a una calificación intelectual que permita penetrar las ideas y los símbolos. Un ejemplo entre muchos: como no se comprenden las ideas de los pieles rojas (a falta de las claves indispensables, que lo menos que puede decirse es que también forman parte de la ciencia), resulta que tales ideas han de tenerse por "vagas"; o se dice que el "misterio" de los indios no es un "espíritu" –«cosa que el primitivo, por otra parte, es incapaz de concebir, salvo gracias al concepto y a la investigación del hombre blanco»(1)– sin que se nos diga ni qué se entiende por "espíritu", ni por qué el "misterio" en cuestión no es espíritu. Y además, ¿qué importancia puede tener para el indio el "concepto del hombre blanco", y cómo pueden los etnógrafos saber lo que piensa el indio fuera de la "investigación del hombre blanco"? A las ideas de los indios se les reprocha su "carácter proteico", que se considera incompatible con el «lenguaje de la civilización, más diferenciado»(2). Como si la terminología –o la jerga de especialista– de los blancos fuese criterio de verdad o de valía intelectual, y como si para los pieles rojas lo que estaba en juego fueran meras palabras y no verdades o experiencias.(3)

La idea de que los hombres, gracias a un "despertar intelectual" debido a la "evolución", hayan acabado comprendiendo la "tosquedad" de su tradición y que, para remediarlo, se las hayan ingeniado para inventar explicaciones que, arbitrariamente, tienden a prestar a las imágenes un sentido superior, no sólo se enfrenta a la verdad intrínseca del simbolismo, sino también a una imposibilidad psicológica: porque en el supuesto de que la élite intelectual, o la sensibilidad común, termine por darse cuenta de la "tosquedad" –de la falsedad, por tanto (4)– de los mitos, la reacción normal sería sustituirlos por algo mejor o más "refinado", sustitución jamás efectuada en parte alguna. El mantenimiento de la tradición sólo se explica por el valor inmutable de ésta, luego por el elemento de absoluto que por definición ésta implica y que la hace inalterable en su forma esencial; creer que los hombres estarían dispuestos a mantener la tradición por otros motivos es un error de lo más absurdo o incluso de lo más impertinente, pues equivale a subestimar al género humano. Tampoco aceptamos la hipótesis de un pensamiento "prelógico"(5), pues también aquí se trata de pensamiento simbólico, y éste, sin ser nunca ilógico, es supralógico por cuanto supera los límites de la razón y, por tanto, también los de las construcciones mentales, las dudas, las conclusiones y las hipótesis. (6)

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Sería completamente falso creer que la mentalidad simbolista consiste en elegir, en el mundo externo, imágenes para superponerles significados más o menos lejanos, lo que sería un pasatiempo poco compatible con la sabiduría; bien al contrario, la «visión» simbolista del cosmos es a priori una perspectiva espontánea que se funda sobre la naturaleza esencial –o la transparencia metafísica– de los fenómenos en lugar de apartar estos de sus prototipos. El hombre de formación racionalista, cuya mente está anclada en lo sensible como tal, parte de la experiencia y ve las cosas en su aislamiento existencial: el agua es para él –cuando la ve fuera de la poesía– un elemento compuesto de oxigeno y de hidrógeno, al cual se puede atribuir un significado alegórico si se desea, pero sin que haya una relación ontológica necesaria entre la cosa sensible y la idea que se introduce ahí; el espíritu simbolista por el contrario es intuitivo en un sentido superior, el razonamiento y la experiencia no tienen para él más que una función de causa ocasional y no de base; él ve las apariencias en su conexión con las esencias: el agua será para él antes que nada la aparición sensible de una realidad-principio, un kami (japonés) o un manitu (algonquin) o wakan (siux) (7); es decir que ve las cosas, no «en la superficie» solamente, sino sobretodo «en profundidad», o que las percibe según la dimensión «participativa» o «unitiva» tanto como según la dimensión «separativa». Cuando un etnógrafo declara que «no hay manitu fuera del mundo de las apariencias», es que él ignora que las apariencias no existen en tanto que tales para el alma simbolista; él ignora por lo tanto todo lo esencial y pierde su tiempo al ocuparse de los símbolos. Por lo demás, este falso «concretismo» –o esta tendencia a reducir el simbolismo, contrariamente a toda verosimilitud, a una especie de sensualismo bruto e ininteligible, o incluso a un existencialismo esbozado– este «concretismo» por lo tanto, lejos de acercarse a la naturaleza y a los orígenes, es en realidad una reacción típica del «civilizado», –en el sentido banal y absurdo de la palabra–, es decir la reacción de un cerebro sobresaturado de construcciones fácticas o de sofismas. (8).

Y esto es importante: por una parte, nosotros no decimos que el simbolista piense «principio» o «idea» viendo el agua, el fuego u otro fenómeno de la naturaleza, sino que ofrecemos en una terminología accesible a nuestros lectores lo que en simbolista «ve» en realidad, «ver» y «pensar» siendo sinónimos en él (9); por otra parte, no afirmamos que todo individuo adherido a una colectividad con mentalidad simbolista, y por tanto contemplativa, tenga él mismo plena consciencia de todo lo que implican los símbolos, sin lo cual el simbolismo espontáneo no sería patrimonio de los períodos que podemos calificar de «primordiales», y los comentarios más tardíos no se justificarían de ninguna manera; ellos prueban precisamente una cierta debilitación con relación a la «edad de oro», de ahí la necesidad de una doctrina más explícita, y capaz de extirpar toda clase de errores latentes. Ya que la mentalidad simbolista, como todo carácter colectivo, no está al abrigo de caídas: ella puede, en la consciencia de tal o cual individuo o de tal grupo, degenerar en una especie de «idolatría» (10), pero entonces cesa de ser simbolista para volverse otra cosa; reprochar a los Pieles Rojas o a los Shintoistas una actitud idólatra o zoólatra, reviene en definitiva a atribuirles un espíritu antisimbolista, lo que es contrario a los datos reales; para el Piel Roja, el bisonte es una «divinidad», –o una «función divina»– pero el solo hecho de que le de caza prueba en suma que él distingue siempre entre la entidad «real» y la forma «accidental» o «ilusoria» (11). Incluso admitiendo que haya en tal o cual simbolista una parte de «panteísmo», su error no será mayor que el de el «monoteista», para quien las cosas no son nada más que ellas mismas, y para quien el simbolismo no es más que alegoría sobreañadida; toda la cuestión es saber cual de los dos errores es el más oportuno o el menos nocivo para tal mentalidad; por vía de consecuencia, llegaríamos incluso a decir que una actitud idólatra tendrá, en un Hindú o un Extremo Oriental, un alcance sicológico diferente que en un Semita o un Europeo.

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El hombre primordial ve lo «mas» en lo «menos»: el mundo infra-humano refleja en efecto el Cielo y transmite, en un lenguaje existencial, un mensaje divino a la vez múltiple y único; y el resultado moral de esta perspectiva del cosmos «translúcido» es una actitud respetuosa o incluso devocional hacia la naturaleza virgen, ese santuario –del cual Occidente ha perdido la clave desde la desaparición de las mitologías– que fortifica e inspira a aquellos de sus hijos que han guardado el sentido de sus misterios, como la Tierra lo hizo con Antea. El Cristianismo, teniendo que reaccionar contra un estado del l alma realmente «pagano», en el sentido bíblico, ha hecho desaparecer al mismo tiempo –como suele ocurrir siempre en casos semejantes– valores que no merecerían de ninguna manera el reproche de «paganismo»; debiendo combatir, en los Mediterráneos, un «naturalismo» filosófico y plano, suprimió del mismo golpe –en los Nórdicos sobre todo– un «naturismo» con carácter espiritual (12); y la técnica moderna no es más que una consecuencia, muy indirecta sin duda, de una perspectiva que, tras haber desterrado de la naturaleza a los dioses y los genios y de haberla vuelto «profana» por este hecho (13), ha finalmente permitido que fuera «profanada» en el sentido más brutal de la palabra. El Occidental prometéico –pero no todo Occidental– está afectado de una especie de desprecio innato de la naturaleza: para él, la naturaleza es una propiedad de la que se puede disfrutar o que se puede explotar (14), o incluso una enemiga a vencer; es no una «propiedad de los Dioses» como en Bali, sino una «materia prima» destinada a la explotación industrial o sentimental, según los gustos y las circunstancias (15). Este destronamiento de la naturaleza, o esta escisión entre el hombre y la tierra –reflejo de la escisión entre el hombre y el Cielo– a traído frutos tan amargos que no tendremos ninguna dificultad en hacer admitir que el mensaje intemporal de la naturaleza se presenta en nuestros días como un viático espiritual de primera importancia; algunos objetarán quizás que el Occidente ha conocido siempre –y sobre todo en los siglos XVIII y XIX– regresos a la tierra virgen, pero no es así como nosotros lo entendemos, pues de nada nos sirve un «naturismo» romántico y «deísta» o incluso «ateo» (16). La cuestión no es proyectar un individualismo sobresaturado y desengañado en una naturaleza desacralizada –eso sería una mundanidad como otra cualquiera–, sino, por el contrario, basándose en la mentalidad tradicional, volver a encontrar en la naturaleza la sustancia divina inherente en ella; en otros términos, «ver a Dios en todas partes» y nada ver fuera de su misteriosa presencia.

Aunque todo fenómeno sea forzosamente un símbolo, puesto que la existencia es esencialmente expresión o reflejo, hay que distinguir sin embargo grados de contenido y de inteligibilidad: por ejemplo, hay una diferencia eminente –y no simplemente cuantitativa– entre un símbolo directo como el sol y un símbolo indirecto y casi accidental; existe además el símbolo negativo, cuya inteligibilidad puede ser perfecta, pero cuyo contenido es tenebroso, sin olvidar el doble sentido de muchos símbolos, pero no de los más directos. La ciencia simbolista –no el mero conocimiento de los símbolos tradicionales– procede de los significados cualitativos de las substancias, las formas, las direcciones espaciales, los números, los fenómenos naturales, las posiciones, las relaciones, los movimientos, los colores y otras propiedades o estados de las cosas; no se trata de apreciaciones subjetivas, pues las cualidades cósmicas están ordenadas hacia el Ser y según una jerarquía que es más real que el individuo; son, por tanto, independientes de nuestros gustos, o más exactamente, los determinan en la medida en que nosotros mismos somos conformes al Ser; asentimos a las cualidades en la medida misma en que somos «cualitativos» (17). El simbolismo, tanto si reside en la naturaleza como si se afirma en el arte sagrado, corresponde a una manera de «ver a Dios en todas partes», a condición de que esta visión sea espontánea gracias a un conocimiento íntimo de los principios de los que procede la ciencia simbolista; esta ciencia coincide en cierto punto con el «discernimiento de espíritus», que transfiere al plano de las formas o fenómenos, y de ahí su estrecha conexión con el arte cultural.

Ahora bien, ¿«cómo» simbolizan las cosas a Dios o los «aspectos divinos»? No se puede decir que Dios sea ese árbol, ni que ese árbol sea Dios, pero se puede decir que el árbol, en cierto aspecto, no es «otra cosa que Dios», o que, puesto que no es inexistente, no puede no ser Dios de ninguna forma. Porque el árbol tiene la existencia y, luego, la vida, que lo distingue de los minerales, y luego sus cualidades particulares que lo distinguen de otras plantas, y por último su simbolismo, otras tantas maneras, para el árbol, no sólo de no «ser la nada», sino también de afirmar a Dios en tal o cual aspecto: la vida, la creación, la majestad, la inmutabilidad axial, o la generosidad.


Si por un lado el espíritu simbolista interpreta los hechos como símbolos, por otro lado presenta símbolos como hechos, y de esta característica las Sagradas Escrituras ofrecen numerosos ejemplos; en efecto, una de las fuentes de la mentalidad simbolista es el lenguaje mismo de la Revelación, que se encuentra mucho menos interesado en la exactitud de los fenómenos que en su significación espiritual y en la eficacia moral y mística de las imágenes. Con respecto a la causa estrictamente subjetiva de esta mentalidad, ella es de orden psicológico: la preocupación intensa por las realidades espirituales entraña naturalmente cierta indiferencia hacia las cosas de este mundo, y también una tendencia a ver las cosas sólo en función de sus significaciones universales y relacionadas con los principios.

Por lo tanto el espíritu simbolista puede constituir una tendencia unilateral de la inteligencia y de la sensibilidad, pero también puede ser un realismo espiritual en el plano mismo de los fenómenos, y entonces dar lugar a una santidad que no está basada sobre la negación, el rechazo y el sacrificio sino sobre la analogía concreta entre los fenómenos terrenales y los arquetipos celestiales. Esta es la diferencia entre un Shankara y un Abhinavagupta o un Krishna, o entre un Padre del desierto y David o Salomón; aquí no se trata de la envergadura cósmica de los personajes santos, sino únicamente de su manera de combinar su posición ya celestial con los fenómenos de la vida terrenal. Los ascetas se apartan de las criaturas porque ellas no son Dios; en cambio otros tienen la capacidad de aceptarlas porque ellas lo manifiestan y en la medida en que ellas lo hacen, y ésta es la perspectiva del tantrismo.


Por lo tanto, vivimos dentro de un tejido de teofanías del cual formamos parte; existir es ser un símbolo; la sabiduría está en penetrar el simbolismo de las cosas. Y en este punto tal vez deberíamos recordar la diferenciación entre un simbolismo que es directo, concreto y evidente, y otro que –sin dejar de ser tradicional– es indirecto y más o menos arbitrario con respecto a la adecuación formal que, precisamente, no toma en cuenta; el primero «manifiesta» la realidad simbolizada, mientras que el segundo se limita a «indicar» un aspecto fragmentario, contingente o accidental de la imagen elegida. Desde un punto de vista muy diferente, diremos que el culto de los símbolos debe obedecer a reglas sacramentales: adorar al sol en lugar de a Dios es una cosa; tener conciencia de su emanación espiritual y saber impregnarse de ella ritualmente es otra.

La contemplatividad que permite percibir en una cosa creada una huella de Dios presupone esencialmente el sentido de las formas y de las propiedades, es decir que el hombre debe ver espontáneamente, no sólo que una cosa es hermosa y significativa, sino también por qué lo es; y este «por qué» coincide con la visión concreta del arquetipo celestial o del aspecto divino.

De una manera general, un fenómeno sensible fundamental –del cual los cinco elementos ofrecen ejemplos– no sólo es un símbolo sino que también –y por ello mismo– es una huella de lo que simboliza; el agua no es solamente una imagen de la Substancia universal, sino que es ante todo esa Substancia misma como aparece en el plano material, o como es percibida por la mirada de la relatividad. A esta visión de las cualidades o funciones divinas fundamentales se superpone la de múltiples aspectos más particulares, en resumen la de las innumerables bellezas o poderes del Reino celestial y de la Naturaleza divina.

(Raíces de la Condición Humana)



NOTAS
1.-
W. J. Mc Gee, en The Siouan Indians, Washington D.C., Smithsonian Institute Bureau of Ethnology , 15th Annual Report, 1897.
2.-
Ibíd,
3.-
Cierto autor no atribuye importancia alguna a las declaraciones que los propios indios hicieron a comienzos del s. XIX confirmando la existencia inmemorial de la idea de un Espíritu supremo y, para probar que esa idea no es sino una abstracción importada de los blancos, cita el hecho siguiente, que data de una época (1701) en la que los mismos indios no habían sufrido todavía influencia blanca alguna: «En el transcurso de la conversación, (William) Penn rogó a uno de los intérpretes de los lénapes (délawar) que le explicase qué noción se hacen de Dios los autóctonos. El indio se veía embarazado, en vano buscó palabras y, al final, dibujó una serie de círculos concéntricos sobre la tierra, y mostrando el centro, añadió que allí se sitúa simbólicamente el lugar del Gran Hombre». (Wemer Müller, Die Religionen der Waldindianer Nordamerikas , Berlín, D. Reimer, 1956, capítulo titulado: "Der Grosse Geist und die Kardinalpunkte"). No cabe dar prueba de más patente incomprensión que el argumento que se pretende sacar de este relato, esto es, que, para los delawares, Dios era un dibujo, o sea algo "concreto", y no una "abstracción". Y en igual sentido: «El espíritu es algo que no tiene espacio ni lugar; traducir Mánitu por este término es tanto más impropio cuanto que las fuentes más recientes conocen el lugar del mánitu: el cenit o cielo. El que los cree busquen el mánitu "en algún lugar de lo alto", o que los menómini localicen su miich hiiwiituk en la cuarta atmósfera, o incluso que los indios zorro (fox) sitúen su kechi manetoa en la Vía Láctea, todo ello significa sólo una cosa: que el mánitu supremo tiene igual carácter sensible que los mánitus de menor importancia. (ibíd.). Olvida decirnos lo único esencial, es decir, por qué ese mánitu supremo se sitúa en el cielo y no en una olla. Cuando se ignoran hasta tal punto tanto el simbolismo como la mentalidad simbolista, más valiera no dedicarse en absoluto a los símbolos.
4.-
Porque, si no hay falsedad, ¿qué se le reprocha a la "tosquedad"?
5.-
Asimismo, términos como "prepolidemonismo", "polidemonismo", "antropolatría", "teantropismo", etc., etc., indican clasificaciones tan superfluas como conjeturales. Lévy- Bruhl, que considera que «la mentalidad primitiva, como se sabe, es sobre todo concreta y muy poco conceptual. y que «nada le es más ajeno que la idea de un Dios único y universal., atribuye al espíritu "prelógico" la idea de que «cada planta... tiene su creador especial»; pues bien, el Islam, que sin embargo no es "prelógico", enseña que cada gota de lluvia es depositada por un ángel; la idea del "ángel custodio", por lo demás, no carece de relación con la perspectiva –perfectamente lógica– de que se trata aquí. No sabemos si para la escuela de Lévy-Bruhl son "primitivos" los pigmeos, pero, en todo caso, la existencia entre ellos de la idea de un Dios supremo no deja lugar a dudas (cf. R. P. Trilles, L´Ame du Pygmée de´Afrique. Paris, Edtions du Cerf, 1945).
6.-
Señalemos también el abuso que se hace de la palabra "magia". Los autores que a cada paso hablan de "pensamiento mágico" (magisches Weltbild) ignoran manifiestamente de que se trata, o más bien tienen sólo alguna vaga noción de las analogías cósmicas que la magia pone en movimiento.
7.-
Por lo que se refiere a estos términos indios tan inútilmente controvertidos, no vemos por qué no deberían traducirse por "espíritu", "misterio" o "sagrado", según el caso; es muy poco razonable, desde luego, suponer que estas palabras carecen de significado, que los indios hablan por hablar, o que adoptan maneras de hablar sin saber por qué lo hacen. El que no haya adecuación perfecta de una lengua a otra –o de un pensamiento a otro– es algo completamente distinto.
8.-
por eso –dicho sea de paso– desconfiamos de todas esas reivindicaciones fáciles de una "pureza primitiva" o de un "concretismo" que menosprecia las "especulaciones", es decir, de todos esos regresos antiescolásticos a la "simplicidad de los Padres", pues demasiado a menudo se trata tan sólo de una incapacidad que, en vez de reconocerse, prefiere esconderse tras la ilusión de una actitud superior.
9.-
Lo contrario solo es verdad en un sentido superior, que ya no guarda relación alguna con el orden sensible. Para el metafísico, el pensar es "ver" los principios o las "ideas".
10.-
Igualmente una doctrina metafísica puede ir perdiendo sus caracteres propios al decaer a través de sucesivas incomprensiones hasta el nivel de un sistema meramente lógico, por tanto fragmentario y estéril. La idolatría en el sentido estricto del término acaso sea sobre todo un fenómeno semítico; en los antiguos árabes, ni siquiera tenía la excusa de derivar de un simbolismo, pues sus ídolos solían tener orígenes completamente humanos y empíricos.
11.-
Asimismo, según el testimonio de un siux de finales del S. XIX: «El hombre rojo distinguía en el espíritu dos partes: el espíritu puro y el espíritu ligado a la tierra. El primero se ocupa únicamente de la esencia de las cosas, y eso es lo que el indio trataba de fortificar con la oración espiritual, que exigía someter el cuerpo con ayunos y privaciones. Este tipo de oraciones no apuntaba a favores y ayudas. Todos los deseos egoístas como el éxito en la caza o en el combate, o una curación, o incluso la preservación de una vida amada, quedaban reservados al espíritu inferior y ligado a la tierra, y todos los ritos –encantamientos mágicos o cantos de súplica– que tenían por objeto obtener un beneficio o alejar un peligro se consideraban emanaciones del ego terreno. » Véase Charles A. Eastman (Ohiyesa), The Soul of the Indian, Lincoln, Univertity of Nebraska Press, 1980 (Trad. Es.: El alma del Indio, José J. De Olañeta, Editor, 1991)
12.-
Encontramos como un eco de esto en el Poverello de Asís.
13.-
Hay que decir que los griegos de la época clásica, con su empirismo cientificista, fueron los primeros en privar de su majestad a la naturaleza, aunque sin destronarla en la conciencia popular. Estaba Dodona, desde luego, y otros santuarios a cielo abierto, pero no hay que olvidar que el templo antiguo se opone a la naturaleza virgen como el orden se opone al caos o la razón al ensueño. Esto ocurre también, evidentemente, en cierta medida y por la naturaleza de las cosas, con todo arte humano, pero el espíritu grecorromano tiene la particularidad de estar mucho más aferrado a la idea de "perfección" que a la de "infinito"; la "perfección" o el "orden" se convierte en el contenido mismo de su arte hasta el extremo de excluir de él todo recuerdo de las Esencias. esta verdad parcial hay que completarla sin duda con otra, ésta de carácter positivo: un amigo nos señaló una vez, muy acertadamente, que el Dios griego, que es "geómetra", no "creó" el mundo, sino que lo "midió", igual que la luz "mide" el espacio; pues bien, el templo griego, con su claridad, sus líneas rectas y sus ritmos precisos, "encarna" o mas bien "cristaliza" la luz y, en este sentido, no se opone a la naturaleza como tal, sino a la tierra, luego a la materia, la gravedad, la opacidad; en otros términos, no constituye tan sólo una sistematización abstracta y limitativa, sino también una revelación del Intelecto y una totalidad. La misma observación cabría hacer en lo que atañe al Taj Mahal u otros edificios islámicos de ese tipo, aunque con la diferencia de que, en estos casos, la luminosidad está concebida en un sentido menos "matemático" y más próximo a la idea de infinito.
14.-
Para la teología cristiana, el único fin de la naturaleza parece ser el servir al hombre terreno –cabe preguntarse de qué le sirven a éste determinado paquidermo de los trópicos o un monstruo marino–, de modo que la Jerusalén Celestial, donde el hombre ya no tiene necesidades corporales, excluye los animales y las plantas; es, contrariamente al simbolismo musulmán un Paraíso de cristal; cierto es que las jannât del Islam están «hechas de perla, de rubí y de esmeralda», pero siguen siendo jardines que tienen árboles, frutas, flores y pájaros. Los que criticamos no es determinado simbolismo, por supuesto, sino ciertas especulaciones que de él derivan; así, se ha sostenido que el alma animal existe únicamente por la materia, de la cual es tan sólo reflejo interior; pero eso deja sin explicar, en primer lugar, las diferencias formales, cualitativas y psicológicas de los animales, y luego los rasgos afectivos e incluso contemplativos que los animales manifiestan. Cuando la Biblia dice que el hombre debe reinar sobre los animales, esto no quiere decir, nos parece, que sólo estén ahí para servirlo.
15.-
Suele hablarse de "conquistar" el Cervino, el Everest, el Annupurna, el Indo, la Luna, el espacio... La naturaleza es prácticamente el oponente que hay que abatir; el mundo se divide en dos bandos, el ser humano y la naturaleza. Hay en ello parte de verdad, pero todo depende del alcance que demos a tal oposición.
16.-
Hay que guardarse de confundir el simbolismo y el "naturismo", tal como los entendemos, con los movimientos filosóficos o literarios que abusivamente reivindican tales nombres. Nada hay tan distante del simbolismo védico, shintoico o norteamericano, como el naturalismo artístico de los grecorromanos y su interpretación anecdótica de los mitos.
17.-
Hay que ser muy perverso para no ver ninguna diferencia cualitativa-objetiva entre lo que es noble y lo que es vil, a menos que se sitúe uno en el punto de vista trascendente de la indiferenciación de Âtmâ, lo cual es algo completamente distinto de un igualitarismo subversivo e iconoclasta. Sea como fuere, es esta ciencia de los fenómenos cualitativos lo que permite situar implacablemente las aberraciones del arte contemporáneo y rasgar el velo de su falso misterio.



Extraído de: «El Sol Emplumado», Ediciones Olañeta, ISBN 84-7651-149-3