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RELIGIO PERENNIS

«Al conocer su propia naturaleza, conoce también el Cielo», Meng-Tsé
«La tierra y el cielo no pueden contenerMe (Allâh), pero el corazón del creyente Me contiene»
(haditH qudsî).
Por Frithjof Schoun. Extracto.
Se ha dicho que la Verdad total se encuentra escrita, con una escritura eterna, en la propia substancia de nuestro espíritu.
La función esencial de la inteligencia humana es el discernimiento entre lo Real y lo ilusorio, entre lo Permanente y lo impermanente; la función esencial de la voluntad es el apego a lo Permanente o lo Real. Este discernimiento y este apego son la quintaesencia de toda espiritualidad; llevados a su más alto grado, o reducidos a su substancia más pura, constituyen en cada gran patrimonio espiritual de la humanidad la universalidad subyacente, o lo que podríamos denominar la religio perennis.
La religio es lo que «vuelve a atar» con el Cielo y compromete al hombre por completo; en cuanto a la palabra traditio, se refiere a una realidad más exterior, en ocasiones fragmentaria y que, por otra parte, sugiere una retrospectiva: una religión que nace «enlaza» con el Cielo desde la primera Revelación, pero no llega a ser una «tradición» -o implicar «tradiciones»- sino dos o tres generaciones más tarde.); a ella se adhieren los sabios de la gnosis aunque se funden por necesidad en elementos formales de institución divina (es lo que sucedió en el caso de los sabios árabes preislámicos que vivían espiritualmente de la herencia de Abraham e Ismael).
El discernimiento metafísico es una «separación» entre Atmâ y Mâyâ; la concentración contemplativa, o la consciencia unitiva, es por el contrario una unión de Mâyâ con Atmâ. La «doctrina» se refiere al discernimiento, que separa (esto es lo que expresa el término árabe furqân, «diferencia cualitativa», de faraqa, «separar», «discernir», «bifurcar»; ya se sabe que Furqân es uno de los nombres del Corán) y el «método» a la concentración, que une; la «fe» se relaciona con el primer elemento y el «amor de Dios» con el segundo.
Este misterio -junto con el discernimiento metafísico y la concentración contemplativa que es su complemento- es lo único que importa de manera absoluta desde el punto de vista de la gnosis; para el gnóstico -en el sentido etimológico y propio del término- en el fondo no hay otra «religión». Es lo que Ibn Arabi ha llamado la «religión del Amor», poniendo el énfasis sobre el elemento «realización».
La doble definición de la religio perennis -discernimiento entre lo Real y lo ilusorio, concentración permanente y unitiva en lo Real- implica pon añadidura los criterios de ortodoxia intrínseca para cada religión y espiritualidad: para que una religión sea ortodoxa es necesario que contenga un simbolismo mitológico y doctrinal que establezca la distinción esencial de que se trata y que ofrezca una vía que garantice tanto la perfecta concentración como la continuidad de ésta; es decir, que una religión es ortodoxa a condición de no sólo ofrecen tanto una noción suficiente, aunque no siempre exhaustiva, del Absoluto y lo relativo y por consiguiente de sus relaciones recíprocas, como una actividad espiritual de naturaleza contemplativa, y eficaz en cuanto a nuestros fines últimos. Pues es notorio que las heterodoxias tienden siempre a adulterar o la noción del Principio divino o nuestro modo de adherirnos a Él; ofrecen o una falsificación mundana o profana, si se quiere «humanista», de la religión, o una mística que sólo tiene por contenido al ego y sus ilusiones.

La verdad es una, y sería en vano quererla buscan en un solo lugar únicamente, pues al contener el Intelecto en su substancia todo lo que es verdadero, la verdad no puede dejar de manifestarse allí donde el Intelecto se despliega dentro de la atmósfera de una Revelación.
Una vez dicho esto volvamos a nuestra religio perennis como discernimiento metafísico y concentración unitiva.
La concentración contemplativa y unitiva en el cristianismo es permanecer en lo Real manifestado -el «Verbo hecho carne»- a fin de que ese Real permanezca en nosotros, que somos ilusorios, de acuerdo con lo que Cristo declaró en una visión a Santa Catalina de Siena: «Yo soy Quien es, tú eres la que no es.» El alma permanece en lo Real -en el Reino de Dios que está «dentro de nosotros»- mediante la oración permanente del corazón, como enseñan la parábola del juez inicuo y el comentario de San Pablo.
Este testimonio o este Nombre es igualmente la quintaesencia de la Revelación abrahámica.
En el islam el mismo tema fundamental -por ser universal- se cristaliza según una perspectiva muy diferente. El discernimiento entre lo Real y lo no-real se enuncia por el Testimonio unitario (la Sahâda): la concentración correlativa sobre el Símbolo, o la conciencia permanente de lo Real se lleva a efecto por este mismo Testimonio o por el Nombre divino que lo sintetiza y que es así la cristalización quintaesencial de la Revelación coránica. Este testimonio o este Nombre es igualmente la quintaesencia de la Revelación abrahámica -por filiación ismaelita- y se remonta hasta la Revelación primordial de la rama semita.
Recitándose el Qur'án -o la Sahâda que lo resume, o el Ism (el «Nombre») que es su esencia sonora y gráfica, o el Dikr (la «Mención»), que es su síntesis operativa- con el fin de que sobre esta barca divina lo ilusorio pueda regresar a lo Real, a la «Faz (Wayh) del Señor que es lo único que permanece» (wa yahqa wayhu Rabbika) (Corán, Sura El Misericordioso, 27.).
En el Budismo los dos términos de la alternativa o del discernimiento son el Nirvâna, lo Real, y el Samsara, lo ilusorio; la vía es en el fondo la conciencia permanente del Nirvâna como Shûnya, el «Vacío», o también la concentración en la manifestación salvadora del Nirvâna, el Buda, que es Shûnyamûrti, Manifestación del Vacío.
Este paso de lo ilusorio a lo Real es lo que la Prajnâ-Pâramitâ-Hridaya-Sûtra describe con estos términos: «Ha partido, ha partido -ha partido hacia la otra Orilla, ha llegado a la otra Orilla-, ¡oh Iluminación, bendita seas!

Las «pruebas» de Dios y de la religión están en el propio hombre: «Al conocer su propia naturaleza, conoce también el Cielo», dice Mencius (Meng-Tsé), de acuerdo con otras máximas análogas y muy conocidas. Es preciso extraer de los elementos de nuestra naturaleza la certidumbre-clave que abre la vía a la certidumbre de lo Divino y de la Revelación; quien dice «hombre», dice implícitamente «Dios»; quien dice «relativo», dice «Absoluto». La naturaleza humana en general y la inteligencia humana en particular no se podrían comprender sin el fenómeno religioso que las caracteriza de la manera más directa y completa: al haber captado la naturaleza trascendente -no «psicológica»- del ser humano, captamos la naturaleza de la revelación, de la religión y de la tradición; comprendemos su posibilidad, su necesidad, su verdad. Y comprendiendo la religión no sólo según una determinada forma o según una determinada letra, sino además en su esencia informal, comprenderemos igualmente las religiones, es decir, el sentido de su pluralidad y diversidad; éste es el plano de la gnosis, de la religio perennis, donde se explican y resuelven las antinomias extrínsecas de los dogmas.

Una civilización es íntegra y sana en la medida en que se fundamenta en la «religión invisible» o «subyacente», la religio perennis; es decir, que lo es en la medida en que sus expresiones o formas dejan translucir lo Informal y tiende hacia el Origen, comunicando de este modo el recuerdo de un Paraíso perdido, pero también, y con mayor razón, el presentimiento de una Beatitud intemporal. Pues el Origen está en nosotros mismos y delante de nosotros a la vez; el tiempo no es más que un movimiento en espiral alrededor de un Centro inmutable.

EL DESPERTAR DE UNA NUEVA CONCIENCIA

Por Eckhart Tolle
Extracto del libro de Una Nueva Tierra

En la mayoría de las tradiciones religiosas y espirituales antiguas existe la noción común de que el estado "normal" de nuestra mente está marcado por un defecto fundamental. Sin embargo, de esta noción sobre la naturaleza de la condición humana (las malas noticias) se deriva una segunda noción: la buena nueva de una posible transformación radical de la conciencia humana. En las enseñanzas del hinduismo (y también en ocasiones del budismo), esa transformación se conoce como iluminación. En las enseñanzas de Jesús, es la salvación y en el budismo es el final del sufri­miento. Otros términos empleados para describir esta transfor­mación son los de liberación y despertar.
El logro más grande de la humanidad no está en sus obras de arte, ciencia o tecnología, sino en reconocer su propia disfunción, su locura. Algunos individuos del pasado remoto tuvieron ese reconocimiento. Un hombre llamado Gautama Siddhartha, quien vivió en la India hace 2.600 años, fue quizás el primero en verlo con toda claridad. Más adelante se le confirió el título de Buda. Buda significa "el iluminado". Por la misma época vivió en China otro de los maestros iluminados de la humanidad. Su nombre era Lao Tse. Dejó el legado de sus enseñanzas en el Tao Te Ching, uno de los libros espirituales más profundos que haya sido escrito.
Reconocer la locura es, por su puesto, el comienzo de la sanación y la trascendencia. En el planeta había comenzado a surgir una nueva dimensión de conciencia, un primer asomo de flores­cencia. Esos maestros les hablaron a sus contemporáneos. Les hablaron del pecado, el sufrimiento o el desvarío. Les dijeron, "Examinen la manera cómo viven. Vean lo que están haciendo, el sufrimiento que están creando". Después les hablaron de la posibilidad de despertar de la pesadilla colectiva de la existencia hu­mana "normal". Les mostraron el camino.
El mundo no estaba listo para ellos y, aún así, constituyeron un elemento fundamental y necesario del despertar de la huma­nidad. Era inevitable que la mayoría de sus contemporáneos y las generaciones posteriores no los comprendieran. Aunque sus en­señanzas eran a la vez sencillas y poderosas, terminaron distor­sionadas y malinterpretadas incluso en el momento de ser regis­tradas por sus discípulos. Con el correr de los siglos se añadieron muchas cosas que no tenían nada que ver con las enseñanzas originales sino que reflejaban un error fundamental de interpre­tación. Algunos de esos maestros fueron objeto de burlas, escar­nio y hasta del martirio. Otros fueron endiosados. Las enseñanzas que señalaban un camino que estaba más allá de la disfunción de la mente humana, el camino para desprenderse de la locura colec­tiva, se distorsionaron hasta convertirse ellas mismas en parte de esa locura.
Fue así como las religiones se convirtieron en gran medida en un factor de división en lugar de unión. En lugar de poner fin a la violencia y el odio a través de la realización de la unicidad fundamental de todas las formas de vida, desataron más odio y violencia, más divisiones entre las personas y también al interior de ellas mismas. Se convirtieron en ideologías y credos con los cuales se pudieran identificar las personas y que pudieran usar para amplificar su falsa sensación de ser. A través de ellos podían "tener la razón" y juzgar "equivocados" a los demás y así definir su identidad por oposición a sus enemigos, esos "otros", los "no creyentes", cuya muerte no pocas veces consideraron justificada. El hombre hizo a "Dios" a su imagen y semejanza. Lo eterno, lo infinito y lo innombrable se redujo a un ídolo mental al cual había que venerar y en el cual había que creer como "mi dios" o "nuestro dios".
Y aún así... a pesar de todos los actos de locura cometidos en nombre de la religión, la Verdad hacia la cual esos actos apuntan, continúa brillando en el fondo, pero su resplandor se proyecta tenuemente a través de todas esas capas de distorsiones e inter­pretaciones erradas. Sin embargo, es poco probable que podamos percibirlo a menos de que hayamos podido aunque sea vislumbrar esa Verdad en nuestro interior. A lo largo de la historia han existido seres que han experimentado el cambio de conciencia y han reconocido en su interior Aquello hacia lo cual apuntan todas las religiones. Para describir esa Verdad no conceptual recurrie­ron al marco conceptual de sus propias religiones.
Gracias a algunas de esas personas, al interior de todas las religiones principales se desarrollaron "escuelas" o movimientos que representaron no solamente un redescubrimiento sino, en algunos casos, la intensificación de la luz de la enseñanza original. Fue así como apareció el gnosticismo y el misticismo entre los primeros cristianos y durante la Edad Media, el sufismo en el Islam, el jasidismo y la cábala en el judaísmo, el vedanta advaita en el hinduismo, y el Zen y el Dzogchen en el budismo. La ma­yoría de estas escuelas eran iconoclastas. Eliminaron una a una todas las capas sofocantes de la conceptualización y las estructuras de los credos mentales, razón por la cual la mayoría fueron objeto de suspicacia y hasta de hostilidad de parte de las jerarquías re­ligiosas establecidas. A diferencia de las religiones principales, sus enseñanzas hacían énfasis en la realización y la transformación interior. Fue a través de esas escuelas o movimientos esotéricos que las religiones recuperaron el poder transformador de las enseñanzas originales, aunque en la mayoría de los casos solamen­te una minoría de personas tuvieron acceso a ellas. Nunca fueron suficientes en número para tener un impacto significativo sobre la profunda inconsciencia colectiva de las mayorías. Con el tiem­po, algunas de esas escuelas desarrollaron unas estructuras formales demasiado rígidas o conceptualizadas como para permitirles conservar su vigencia.