ÉSTE ES TU CEREBRO EN ÉXTASIS


Por Matthieu Ricard
A la izquierda, Matthieu Ricard, dejó su carrera como genetista celular hace casi 40 años para estudiar budismo. Él es el intérprete al francés del Dalai Lama, a la derecha. Luego de 2000 años de práctica, los monjes budistas saben que uno de los secretos para la felicidad es simplemente fijar tu mente en ella.




¿Qué es la felicidad, y cómo podemos conseguirla?


La felicidad no puede reducirse a unas pocas sensaciones gratas. Más bien, es una forma de ser y de experimentar el mundo, una profunda satisfacción que infunde cada momento y perdura a pesar de las inevitables adversidades.


Los caminos que tomamos en la búsqueda de la felicidad a menudo nos llevan, en cambio, a la frustración y al sufrimiento. Tratamos de crear las condiciones externas que, creemos, nos harán felices. Sin embargo, es la mente misma la que traduce las condiciones externas en felicidad o sufrimiento. Es por eso que podemos ser profundamente infelices a pesar de "tenerlo todo"—riqueza, poder, salud, buena familia, etc.—y, a la inversa, podemos permanecer fuertes y serenos en la adversidad.


La auténtica felicidad es una forma de ser y una habilidad a ser cultivada. Cuando recién empezamos, la mente es susceptible e indómita, al igual que la de un mono o un niño inquieto. Se necesita práctica para lograr paz y fuerza interior, amor altruista, templanza y otras cualidades que conducen a la auténtica felicidad.


Su Santidad el Dalai Lama a menudo enseña que, si bien existen limitaciones a la cantidad de información que uno puede aprender y a nuestro desempeño físico, la compasión se puede desarrollar ilimitadamente.






Practicar felicidad


No es difícil empezar. Sólo tienes que sentarte de vez en cuando, dirigir la mente hacia dentro, y dejar que tus pensamientos se calmen.


Enfoca tu atención en un objeto determinado. Puede ser un objeto en tu habitación, tu respiración o tu propia mente. Inevitablemente, tu mente vagará cuando lo hagas. Cada vez que lo haga, gentilmente llévala otra vez hacia el objeto de concentración, como una mariposa que regresa una y otra vez a una flor.


En la frescura del momento presente, el pasado está ausente, el futuro no ha nacido todavía, y, si uno permanece en una atención y libertad puras, los pensamientos inquietantes surgen y se van sin dejar rastro. Esto es la meditación básica.


La conciencia pura sin contenido es algo que todos los que meditan regular y seriamente han experimentado, no es sólo una especie de teoría budista. Y cualquier persona que se tome la molestia de estabilizar y aclarar su mente será capaz de experimentarla también. Es a través de este aspecto no condicionado de la conciencia que podemos transformar el contenido de la mente a través del entrenamiento.


Pero la meditación también significa cultivar cualidades humanas básicas, tales como la atención y la compasión, y fomentar nuevas maneras de experimentar el mundo. Lo que realmente importa es que una persona cambia paulatinamente. A lo largo de meses y años, nos volvemos menos impacientes, menos propensos a la ira, menos desgarrados entre esperanzas y temores. Se vuelve inconcebible dañar voluntariamente a otra persona. Desarrollamos una inclinación hacia un comportamiento altruista y al conjunto de cualidades que nos dan los recursos para hacer frente a los vaivenes de la vida.


El punto aquí es que puedes observar tus pensamientos, incluyendo a las emociones fuertes, con una atención pura que no está asociado con los contenidos de los pensamientos.


Tomemos el ejemplo de la ira maligna. Usualmente nos identificamos con la ira. La ira puede llenar nuestro paisaje mental y proyectar su realidad distorsionada sobre personas y eventos. Cuando estamos abrumados por la ira, no podemos disociarnos de ella. Perpetuamos un círculo vicioso de aflicción reavivando la ira cada vez que vemos o recordamos a la persona que nos hace enojar. Nos volvemos adictos a la causa del sufrimiento.


Pero si nos disociamos de la ira y la miramos con atención, aquel que es consciente de la ira no está enojado, y podemos ver que la ira es sólo un montón de pensamientos. La ira no corta como un cuchillo, ni quema como el fuego ni aplasta como una roca; no es nada más que un producto de nuestras mentes. En vez de “ser” la ira, entendemos que no somos la ira, del mismo modo en que las nubes no son el cielo.


Entonces, para manejar la ira, evitamos dejar a nuestra mente saltar una y otra vez sobre el gatillo de nuestra ira. Entonces miramos a la propia ira y mantenemos nuestra atención en ella. Si dejamos de añadir leña al fuego y sólo observamos, el fuego se extinguirá. Del mismo modo, la ira desaparecerá, sin reprimirla forzadamente ni dejarla explotar.


No es cuestión de no experimentar emociones; es cuestión de no ser esclavizados por ellas. Deja que surjan emociones, pero permítales ser libres de sus componentes aflictivos: distorsión de la realidad, confusión mental, aferramiento y sufrimiento para uno mismo y los demás.


Hay una gran virtud en descansar de vez en cuando en la conciencia pura del momento presente, y en ser capaces de invocar este estado cuando las emociones aflictivas surgen para no identificarnos con ellas ni ser influenciados por ellas.


Es difícil al principio, pero se vuelve bastante natural a medida que te familiarizas cada vez más con este enfoque. En cualquier momento en que la ira surge, aprendes a reconocerla inmediatamente. Si conoces a alguien es un carterista, incluso si se entremezcla en la multitud, lo divisarás inmediatamente y mantendrás un ojo cuidadoso sobre él.




Interdependencia


Así como puedes aprender a lidiar con pensamientos angustiantes, puede aprender a cultivar y mejorar los saludables. Estar lleno de amor y bondad da lugar a una manera óptima de ser. Es una situación ganar-ganar: disfrutarás de un bienestar duradero para ti mismo, actuarás de manera altruista hacia los demás, y serás percibido como un buen ser humano.


Si el amor altruista se basa en una comprensión de la interdependencia de todos los seres y de su natural aspiración de felicidad, y si este amor se extiende con imparcialidad a todos los seres, entonces es una fuente genuina de felicidad. Actos de amor desbordante, de pureza, de generosidad desinteresada, como cuando haces feliz a un niño o ayudas a alguien necesitado, aunque nadie se entere de lo que has hecho, generan una realización profunda y reconfortante.


Las cualidades humanas a menudo vienen en grupos. El altruismo, la paz interior, la fuerza, la libertad y la felicidad verdadera prosperan juntas como las partes de una fruta nutritiva. Del mismo modo, el egoísmo, la enemistad y el miedo crecen juntos. Así, aunque ayudar a otros puede no ser siempre “placentero”, esto conduce a la mente a una sensación de paz interior, valentía y armonía con la interdependencia de todas las cosas y los seres.


Los estados mentales angustiantes, por otro lado, empiezan con el egocentrismo, con un incremento en la brecha entre uno mismo y los demás. Estos estados están relacionados con la excesiva auto-importancia y el egocentrismo asociados con el miedo o el resentimiento hacia los demás, y con la caza de cosas exteriores como parte de una desesperada búsqueda de una felicidad egoísta. Una búsqueda egoísta de la felicidad es una situación perder-perder: te haces a ti mismo miserable y haces miserables a los demás también.


Los conflictos internos están vinculados a menudo con la excesiva reflexión sobre el pasado y en la anticipación del futuro. No estás prestando atención realmente al momento presente, sino que estás concentrado en tus pensamientos, en un círculo vicioso, alimentando tu egocentrismo.


Esto es lo contrario a la atención pura. Volver tu atención hacia dentro significa mirar a la conciencia pura en sí misma y habitar sin distracciones, sin esfuerzos, en el momento presente.


Si cultivas estas habilidades mentales, después de un tiempo ya no necesitarás aplicar esfuerzos artificiosos. Puedes lidiar con perturbaciones mentales, así como las águilas que veo desde la ventana de mi monasterio en el Himalaya lidian con los cuervos. Los cuervos a menudo las atacan, lanzándose sobre las águilas desde arriba. Sin embargo, en lugar de hacer toda clase de acrobacias, el águila simplemente retrae un ala en el último momento, deja pasar al cuervo en picada, y luego extiende su ala otra vez. Todo esto requiere un esfuerzo mínimo y causa poca perturbación.


Estar experimentado en lidiar con el repentino surgimiento de las emociones en la mente funciona de manera similar.


He tratado con el mundo de las actividades humanitarias por un número de años desde que decidí dedicar la totalidad de las regalías de mis libros a 30 proyectos sobre educación y salud en el Tíbet, Nepal e India, con un grupo de voluntarios dedicados y de filántropos generosos. Es fácil de distinguir cómo la corrupción, los enfrentamientos de egos, la empatía débil, el desánimo, pueden infestar el mundo humanitario. Todo esto se origina en una falta de madurez. Así que las ventajas de invertir tiempo en desarrollar el altruismo humano y la valentía compasiva son obvias.




La fragancia de la paz


El momento más importante para meditar o hacer otros tipos de prácticas espirituales es temprano en la mañana. Fijas el tono para el día y la “fragancia” de la meditación permanecerá y dará un perfume particular al día entero. Otro momento importante es antes de quedarse dormido. Si claramente generas un estado positivo de la mente, lleno de compasión o altruismo, esto le dará una calidad diferente a la noche entera.


Cuando la gente experimenta “momentos de gracia” o “momentos mágicos” en la vida diaria, mientras caminan en la nieve bajo las estrellas o pasando un hermoso momento con amigos queridos en la playa, ¿qué está pasando realmente? De repente, han dejado atrás su carga de conflictos internos.


Se sienten en armonía con los demás, con ellos mismos, con el mundo. Es maravilloso disfrutar plenamente estos momentos mágicos, pero también es revelador entender por qué se sienten tan bien: la pacificación de los conflictos internos, un mejor sentido de interdependencia con el todo en vez de fragmentar la realidad y un descanso de las toxinas mentales de agresión y obsesión. Todas estas cualidades pueden ser cultivadas mediante el desarrollo de la sabiduría y la libertad interior. Esto dará lugar no sólo a unos pocos momentos de gracia, sino a un duradero estado de bienestar que podemos llamar verdadera felicidad.


En este estado, los sentimientos de inseguridad gradualmente dan camino a una profunda confianza de que puedes enfrentar los altibajos de la vida. Tu ecuanimidad te salvará de ser dominado, como la hierba de montaña en el viento, por cada posible alabanza y culpa, ganancia y pérdida, bienestar y malestar. Siempre puedes recurrir a la profunda paz interior, y las olas en la superficie no parecerán amenazantes.


La meditación budista puede no ser lo primero que viene a la mente cuando piensas en una prisión de alta seguridad. Para 36 reclusos de la Correccional Donaldson de Alabama, un curso de meditación riguroso y silencioso de nueve días en 2002 les dio las herramientas para echar una profunda mirada en sus vidas, y para conectarlos con su humanidad en el deshumanizante establecimiento penitenciario. Muchos han continuado meditando, y se identifican como miembros de una comunidad, “The Dhamma Brothers”. Ese es también el nombre de una colección de sus cartas a la organizadora del taller Jenny Phillips, en la cual describen el profundo impacto que la meditación ha tenido en sus vidas.


Cuando Matthieu Ricard medita, su mente se llena de compasión. Esa es su experiencia.
Cuando el Dr. Richard Davidson de la Universidad de Wisconsin usó imágenes de resonancia magnética para mirar el cerebro de Matthieu Ricard vio una corteza prefrontal—la parte del cerebro asociado con la felicidad y otras emociones positivas—iluminada de una manera nunca antes visto por los investigadores.
Ricard, un doctor en filosofía, genetista y monje budista que ha estado meditando por décadas, tenía una actividad de onda que se salía del gráfico, la cual corresponde al pensamiento concentrado. Davidson experimentó con otros 30 monjes budistas y obtuvo resultados similares. El examen de otros 150 sujetos no mostró tales patrones, aunque sí mostró cambios de bajo nivel entre los sujetos que habían sido entrenados recientemente en técnicas de meditación.


Matthieu Ricard escribió este artículo para Felicidad Sostenible, la edición del invierno 2009 de YES! Magazine. Matthieu Ricard es autor de siete libros, incluyendo “Felicidad: Guía para desarrollar la habilidad” más importante de la vida. Vive en el monasterio Shechen en Nepal, recorre el mundo para Karuna-shechen (www.karuna-shechen.org) y realiza un retiro solitario anual en el Himalaya.

PERLAS DE SABIDURÍA

Por FRITHJOF SCHUON
"Esencialidad, universalidad y amplitud caracterizan a los escritos de Frithjof Schuon (...) Schuon posee el don de llegar al corazón mismo del tema tratado, de ir, más allá de las formas, al Centro aformal de éstas, ya sean religiosas, artísticas o ligadas a determinados aspectos o elementos de los órdenes humanos o cósmicos".
Seyyed Hossein Nasr.

La función esencial de la inteligencia humana es el discernimiento entre lo Real y lo ilusorio, o entre lo Permanente y lo impermanente; y la función esencial de la voluntad es el apego a lo Permanente o a lo Real. Este discernimiento y este apego son la quintaesencia de toda espiritualidad; y llevados a su grado más elevado, o reducidos a su substancia más pura, constituyen, en todo gran patrimonio espiritual de la humanidad, la universalidad subyacente, o lo que podríamos denominar la religio perennis; es a ésta a la que se adhieren los sabios, al tiempo que se fundan necesariamente en elementos de institución divina.
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Una de las claves para la comprensión de nuestra verdadera naturaleza y de nuestro destino último es el hecho de que las cosas terrenas nunca están proporcionadas a la extensión real de nuestra inteligencia. Esta, o está hecha para lo Absoluto, o no es; sólo lo Absoluto permite a nuestra inteligencia poder enteramente lo que ella puede, y ser enteramente lo que es. Lo mismo para la voluntad, que, por lo demás, no es sino una prolongación, o un complemento, de la inteligencia: los objetos que ella se propone más de ordinario, o que la vida le impone, no alcanzan su envergadura «total»; sólo la «dimensión divina» puede satisfacer la sed de plenitud de nuestro querer o de nuestro amor.
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La Vía hacia Dios implica siempre una inversión: de la exterioridad hay que pasar a la interioridad, de la multiplicidad a la unidad, de la dispersión a la concentración, del egoísmo al desapego, de la pasión a la serenidad.
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Para ser feliz, el hombre debe tener un centro; ahora bien, este centro es ante todo la certeza del Uno. La mayor calamidad es la pérdida del centro y el abandono del alma a los caprichos de la periferia. Ser hombre es estar en el centro; es ser centro.
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El alma debe sustraerse a la dispersión del mundo; es la cualidad de interioridad. Después la voluntad debe vencer a la pasividad de la vida; es la cualidad de actualidad. Por último, el espíritu debe trascender la inconsciencia del ego; es la cualidad de simplicidad. Percibir intelectualmente la Substancia, más allá del estrépito de los accidentes, es realizar la simplicidad. Ser uno es ser simple; pues la simplicidad es al Uno lo que la interioridad es al centro y lo que la actualidad es al presente.
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En lugar de amar el mundo hay que estar enamorado de lo interior, que está más allá de las cosas, más allá de lo múltiple, más allá de la existencia. Asimismo, hay que estar enamorado del puro Ser, que está más allá de la acción y más allá del pensamiento.
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El amor de Dios es en primer lugar la adhesión de la inteligencia a la Verdad, después la adhesión de la voluntad al Bien, y por último la adhesión del alma a la Paz que dan el Verdad y el Bien.
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La percepción de la belleza, que es una adecuación rigurosa y no una ilusión subjetiva, implica esencialmente, por una parte, una satisfacción de la inteligencia y, por otra, un sentimiento a la vez de seguridad, de infinidad y de amor. De seguridad: porque la belleza es unitiva y excluye, con una suerte de evidencia musical, las fisuras de la duda y de la inquietud; de infinidad: porque la belleza, por su propia musicalidad, hace que se fundan los endurecimientos y los límites y libera; así, al ama de sus estrecheces; de amor: porque la belleza llama al amor, es decir, invita a la unión y por lo tanto a la extinción unitiva.
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La virtud es la conformidad del alma al Modelo divino y a la obra espiritual; conformidad o participación. La esencia de las virtudes es el vacío ante Dios, el cual permite a las Cualidades divinas entrar en el corazón e irradiar en el alma. La virtud es la exteriorización del corazón puro.
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Esforzarse hacia la perfección: no porque queremos ser perfectos para nuestra gloria, sino porque la perfección es bella y la imperfección es fea; o porque la virtud es evidente, es decir, conforme a lo Real.
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La virtud separada de Dios se convierte en orgullo, como la belleza separada de Dios se convierte en ídolo; y la virtud vinculada a Dios se convierte en santidad, como la belleza vinculada a Dios se convierte en sacramento.
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Cuando Dios está ausente, el orgullo llena el vacío.
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El fundamento de la ascensión espiritual es que Dios es puro Espíritu y que el hombre se le asemeja fundamentalmente por la inteligencia; el hombre va hacia Dios mediante lo que, en él, es más conforme a Dios, a saber, el intelecto, que es a la vez penetración y contemplación y cuyo contenido (sobrenaturalmente natural) es lo Absoluto, que ilumina y libera.
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La consciencia del Ser, o de la divina Substancia, nos libera de la estrechez, de la agitación, del estrépito y de la mezquindad; es dilatación, calma, silencio y grandeza. Todo hombre ama en su fuero interno el puro Ser, la inviolable Substancia, pero este amor está oculto bajo una capa de hielo. Todo amor es en el fondo una tendencia del accidente hacia la Substancia y, por ello mismo, un deseo de extinción.
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La función cósmica, y más particularmente terrestre, de la belleza es actualizar en la criatura inteligente el recuerdo de las esencias, y abrir así la vía hacia la noche luminosa de la Esencia una e infinita.
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La belleza es un reflejo de la beatitud divina; y como Dios es verdad, el reflejo de su beatitud será esta mezcla de felicidad y verdad que encontramos en toda belleza.
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La belleza de lo sagrado es un símbolo o una anticipación, y a veces un medio, del gozo que solo Dios procura.
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El arte sagrado ayuda al hombre a encontrar su propio centro, ese núcleo que ama a Dios por naturaleza.
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Lo sagrado es la presencia del centro en la periferia, de lo inmutable en el movimiento; la dignidad es esencialmente una expresión de ello, pues también en la dignidad el centro se manifiesta en el exterior; el corazón se trasparenta en los gestos. Lo sagrado introduce en las relatividades una cualidad de absoluto, confiere a cosas perecederas una textura de eternidad.
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La razón suficiente de la inteligencia humana es aquello de lo que sólo ella es capaz, a saber: el conocimiento del Bien Supremo y, por consiguiente, de todo lo que se refiere a él directa o indirectamente. Así mismo, la razón suficiente de la voluntad humana es aquello de lo que sólo ella es capaz, a saber: la elección del Bien Supremo y, por consiguiente, la práctica de todo lo que lleva a él. Y también, la razón suficiente del amor humano es aquello de lo que sólo él es capaz, a saber: el amor del Bien Supremo y de todo lo que testimonia de él.
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El hombre no puede sustraerse al deber de hacer el bien, incluso le es imposible, en las condiciones normales, no hacerlo; pero es importante que sepa que es Dios quien actúa. La obra meritoria es de Dios, pero nosotros participamos en ella; nuestras obras son buenas –o mejores– en la medida en que estamos penetrados de esta consciencia.
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El sueño habitual del hombre ordinario vive del pasado y del porvenir; el corazón está como suspendido en el pasado y al mismo tiempo es como arrastrado por el futuro, en vez de reposar en el Ser. Dios es Ser, en el sentido absoluto, El es inmutable y omnisciente; El ama lo que es conforme al Ser.
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Todo está ya dicho, e incluso bien dicho; pero siempre es necesario recordarlo de nuevo, y al recordarlo, hacer lo que siempre se ha hecho: actualizar en el pensamiento las certidumbres contenidas, no en el ego pensante, sino en la substancia transpersonal de la inteligencia humana. Humana, la inteligencia es total, luego esencialmente capaz de absoluto y, por eso mismo, del sentido de lo relativo; concebir lo absoluto es también concebir lo relativo como tal, y es, a continuación, percibir en lo absoluto las raíces de lo relativo y, en éste, los reflejos de lo absoluto.
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La vía es simple; es el hombre el que es complicado. Hay que combatir esta complicación del alma, o las dificultades que el alma experimenta o que ella crea, de tres maneras. En primer lugar, por la inteligencia: el hombre toma consciencia de la relatividad –y, por lo tanto, de la nada– de las cosas en función de la absolutidad de Dios. En segundo lugar, por la voluntad: el hombre pone el recuerdo de Dios –luego la consciencia de lo Real– en el lugar del mundo, o del ego, o de determinada dificultad del mundo o del ego. En tercer lugar, por la virtud: el hombre escapa al ego y a sus miserias retirándose en su Centro, en relación con el cual el ego es exterior como el mundo. Estas son las tres perfecciones o las tres normas. Perfección de la inteligencia; perfección de la voluntad; perfección del alma.
Cuando el alma ha reconocido que su ser verdadero está más allá de este núcleo fenoménico que es el ego empírico y se mantiene de buen grado en el Centro –y ésta es la virtud principal, la pobreza, o la autoanulación, o la humildad–, el ego ordinario se le aparece como exterior a su propia prolongación; tanto más cuanto que se siente en todas partes en la Mano de Dios.
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El fundamento de la vida espiritual, y por lo tanto la razón de ser de la vida sin más, es, por una parte, la verdad, o sea la certeza de lo Real supremo, que es el sumo Bien, y, por otra parte, la vía, o sea el deseo de la salvación, que es la felicidad suprema.
A estos dos imperativos se unen necesariamente dos cualidades o actitudes; la resignación a la voluntad de Dios y la confianza en la bondad de Dios. Estas cualidades, a su vez, implican otras dos virtudes: la gratitud y la generosidad. La gratitud hacia Dios es que apreciemos el valor de lo que Dios nos da, y de lo que nos ha dado desde que nacimos.
La gratitud hacia los hombres es que apreciemos el valor de lo que los demás nos dan, incluido lo que nos da la naturaleza que nos rodea; y estos dones coinciden en el fondo con los dones de Dios.
La generosidad hacia Dios –si se puede decir así– es que nos demos a Dios, y la quintaesencia de este don es la oración sincera y perseverante.
La generosidad hacia los hombres es que nos demos a los demás, por la caridad en todas sus formas.
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El deseo de vencer defectos porque soy «yo» quien los tiene es inoperante porque es del mismo orden que estos defectos. Todo defecto es, efectivamente, una forma de egoísmo, y hasta de orgullo.
Debemos tender hacia la perfección porque la comprendemos y, por consiguiente, la amamos, y no porque deseemos que nuestro «yo» sea perfecto. En otros términos: hay que amar y realizar un virtud porque es verdadera y bella, y no porque nos embellecería si la poseyéramos; y hay que detestar y combatir un defecto porque es falso y feo, y no porque es nuestro y nos afea. Es necesario que el cariz del esfuerzo esté determinado por el objeto del esfuerzo.
Hay que realizar las virtudes para que sean, y no para que sean «mías».
Uno puede entristecerse porque desagrada a Dios, pero no porque no es santo mientras que otros lo son.
Comprender una virtud es saber como realizarla; comprender un defecto es saber como vencerlo. Entristecerse porque uno no sabe como vencer un defecto es no comprender la naturaleza de la virtud correspondiente y es aspirar a ella por egoísmo. Ahora bien, la verdad está por encima del interés.
Tener una virtud es ante todo no tener el defecto que le es contrario, pues Dios nos ha creado virtuosos. Nos ha creado a su imagen; los defectos son sobreañadidos. Por lo demás, no somos nosotros quienes poseemos la virtud, es la virtud la que nos posee.
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La pobreza es no apegarse, en la existencia, ni al sujeto ni al objeto.
Se habla mucho de las ilusiones sutiles y de las seducciones que apartan al peregrino espiritual de la vía recta y provocan su caída. Pues bien, estas ilusiones no pueden seducir más que a aquel que desea algún provecho para sí mismo, tal como poderes o dignidades o gloria, o que desea goces interiores o visiones celestiales o voces, y así sucesivamente, o un conocimiento tangible de misterios divinos.
Pero aquel que en la oración no busca nada terrenal, de modo que le es indiferente el ser olvidado por el mundo, y que además no busca ninguna sensación, de modo que le indiferente no recibir nada sensible, aquél tiene la verdadera pobreza y no se le puede seducir.
En la verdadera pobreza no queda más que la existencia pura y simple, y ésta es en su esencia Ser, Consciencia y Beatitud. En la pobreza no le queda al hombre más que lo que es, luego todo lo que es.
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Son menos las mezquindades del mundo las que nos envenenan que el hecho de pensar demasiado en ellas. Nunca deberíamos perder consciencia de la luminosa y calma grandeza del Bien Supremo, la cual disuelve todos los nudos de este mundo.
El hecho de que determinado fenómeno que nos preocupa carezca de belleza no nos obliga a carecer de ella nosotros mismos; discernimiento no es mimetismo. Sin duda, debemos tomar nota de las disonancias de este mundo, pero debemos hacerlo teniendo en cuenta sus proporciones siempre relativas y sin perder contacto con la serenidad del Ser necesario. Esto, con toda evidencia, no tiene nada que ver con un falso desapego que descansa orgullosa e hipócritamente en errores e injusticias, olvidando que no hay derecho superior al de la verdad.
En espiritualidad, más que en cualquier otro terreno, es importante comprender que el carácter de una persona forma parte de su inteligencia: sin un buen carácter –un carácter normal, y por consiguiente noble– la inteligencia, aun metafísica, es en gran parte ineficaz. El carácter es, en primer lugar, lo que queremos, y en segundo lugar, lo que amamos; la inteligencia es sí es lo que conocemos, o lo que somos capaces de conocer. Y el conocimiento de lo que está fuera de nosotros va acompañado del conocimiento de nosotros mismos.
Por eso una calificación espiritual implica una calificación moral; la voluntad y el sentimiento son prolongaciones de la inteligencia, que es esencialmente la facultad de adecuación. La voluntad, en el plano espiritual, es la tendencia a la realización; el sentimiento es –en el mismo plano– la tendencia a amar lo que es objetivamente digno de amor: lo verdadero, lo santo, lo bello, lo noble.
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Para unos, sólo el olvido de lo bello –de la «carne» según ellos– nos acerca a Dios, lo que evidentemente es un punto de vista válido, en la práctica menos; según otros –y esta perspectiva es más profunda– la belleza sensible también acerca a Dios, con la doble condición de una contemplatividad que presiente los arquetipos a través de las formas y de una actividad espiritual interiorizante que elimina las formas con miras a la Esencia.
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El sentido de la belleza actualizado por la percepción visual o auditiva de lo bello, o por la manifestación corporal, ya sea estática o dinámica, de la belleza, equivale a un «recuerdo de Dios» si se encuentra en equilibrio con el «recuerdo de Dios» propiamente dicho, el cual, por el contrario, exige la extinción de lo perceptible. A la percepción sensible de lo bello debe responder, pues, la retirada hacia la fuente suprasensible de la belleza; la percepción de la teofanía sensible exige la interiorización unitiva.
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A nuestro alrededor está el mundo del estrépito y de la incertidumbre; y hay encuentros súbitos con lo sorprendente, lo incomprensible, lo absurdo, lo decepcionante. Pero estas cosas no tienen derecho a ser un problema para nosotros, aunque sólo fuera porque todo fenómeno tiene una causas, las conozcamos o no.
Sean cuales sean los fenómenos y sean cuales sean sus causas, siempre está Lo que es, y Lo que es se sitúa más allá del mundo del estrépito, de las contradicciones y de las decepciones. Esto no puede ser alterado ni disminuido por nada, y Esto es Verdad, Paz y Belleza. Nada lo puede empañar, y nadie puede quitárnoslo.
Sean cuales sean los ruidos del mundo o del alma, la Verdad será siempre la Verdad, la Paz será siempre la Paz y la Belleza será siempre la Belleza. Estas realidades son tangibles, están siempre a nuestro alcance inmediato; basta mirar hacia ellas y sumergirse en ellas. Son inherentes a la propia existencia; los accidentes pasan, la substancia permanece.
Deja al mundo ser lo que es y toma tu refugio en la Verdad, la Paz y la Belleza, en las cuales no hay ninguna duda ni ninguna tara.
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El hombre tiene derecho a no aceptar una injusticia, importante o menor, de parte de los hombres, pero no tiene derecho a no aceptarla como una prueba de parte de Dios. Tiene derecho –pues es humano– a sufrir por una injusticia en la medida en que no consiga situarse por encima de ella, pero tiene que hacer un esfuerzo para conseguirlo; en ningún caso tiene derecho a hundirse en un abismo de amargura, pues semejante actitud conduce al infierno.
El hombre no tiene interés en primer lugar en vencer una injusticia; tiene interés en primer lugar en salvar su alma y en ganar el Cielo. Por esto sería un mal negocio obtener justicia a costa de nuestros intereses últimos, ganar por el lado de lo temporal y perder por el lado de lo eterno; a lo que el hombre se arriesga gravemente cuando la preocupación por su derecho deteriora su carácter o refuerza sus defectos.
En caso de encuentro con el mal –y debemos a Dios y a nosotros mismos el mantenernos en la paz– podemos utilizar los argumentos siguientes.
En primer lugar, ningún mal puede invalidar el Bien Supremo ni debe perturbar nuestra relación con Dios; nunca debemos perder de vista, en contacto con el absurdo, los valores absolutos.
En segundo lugar, debemos tener consciencia de la necesidad metafísica del mal.
En tercer lugar, no perdamos nunca de vista los límites del mal ni su relatividad –vincit omnia veritas–.
En cuarto lugar, hay que resignarse, con toda evidencia, a la voluntad de Dios, es decir, a nuestro destino; el destino, por definición, es aquello a lo que no podemos escapar.
En quinto lugar –y esto resulta del argumento anterior–, Dios quiere probar nuestra fe, y por tanto también nuestra sinceridad, nuestra confianza y nuestra paciencia; por esto se habla de las «pruebas de la vida».
En sexto lugar, Dios no nos pedirá cuentas por lo que hacen los demás, ni por lo que nos ocurre sin que seamos responsables de ello; sólo nos pedirá cuentas por lo que hacemos nosotros mismos.
En séptimo lugar, por último, la felicidad no es par esta vida, sino para la otra; la perfección no es de este mundo, y la última palabra la tiene la Beatitud.
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Los dos grandes escollos de la vida terrestre son la exterioridad y la materia; o, más precisamente, la exterioridad desproporcionada y la materia corruptible. La exterioridad es la falta de equilibrio entre nuestra tendencia hacia las cosas exteriores y nuestra tendencia hacia lo interior; y la materia es la substancia inferior –inferior con respecto a nuestra naturaleza espiritual– en la que estamos encerrados en la tierra (en el cielo nuestra materia será transubstanciada).
Lo que se impone no es rechazar lo exterior sin admitir más que lo interior, sino realizar una relación hacia lo interior –una interioridad espiritual, precisamente– que prive a la exterioridad de su tiranía a la vez dispersante y compresiva y que, por el contrario, nos permita «ver a Dios en todas partes»; es decir, percibir en las cosas los símbolos y los arquetipos, integrar, en suma, lo exterior en lo interior y hacer de él un soporte de interioridad. La belleza, percibida por un alma espiritualmente interiorizada, es interiorizante.
En cuanto a la materia, lo que se impone no es negarla –si ello fuera posible–, sino sustraerse a su tiranía seductora; distinguir en ella lo que es arquetípico y puro de lo que es accidental e impuro; tratarla con nobleza y sobriedad.
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La vida no es, como creen los niños y los mundanos, una suerte de espacio lleno de posibilidades que se ofrecen a nuestro capricho; es un camino que se va estrechando desde el momento presente hasta la muerte. Al final de este camino está la muerte y el encuentro con Dios, y después la eternidad. Ahora bien, todas estas cualidades están ya presentes en la oración, en la actualidad intemporal de la Presencia divina.
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Cada vez que el hombre se encuentra ante Dios con un corazón íntegro –es decir, pobre y sin hinchazón–, se encuentra en el terreno de la absoluta certeza, la de su salvación condicional así como la de Dios. Y por esto Dios nos ha hecho don de esta clave sobrenatural que es la oración: a fin de que pudiéramos estar ante El, como en el estado primordial, y como siempre y en todas partes; o como en la eternidad.
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Hay un hombre exterior y un hombre interior; el primero vive en el mundo y experimenta su influencia, mientras que el segundo mira hacia Dios y vive de la oración. Ahora bien, es necesario que el primero no se afirme en detrimento del segundo; es lo inverso lo que debe tener lugar. En vez de hinchar al hombre exterior y dejar morir al hombre interior, hay que dejar expandirse al hombre interior y confiar los cuidados del exterior a Dios.
Quien dice hombre exterior dice preocupaciones del mundo, o incluso mundanalidad; existe, en efecto, en todo hombre la tendencia a apegarse demasiado a tal o cual elemento de la vida pasajera, o de preocuparse demasiado por él, y el adversario se aprovecha de ello para causarnos perturbaciones. Existe también el deseo de ser más feliz de lo que se es, o el deseo de no sufrir injusticias incluso anodinas, o el deseo de comprenderlo todo siempre, o el deseo de no sufrir nunca una decepción; todo esto es mundanalidad sutil, a la que hay que responder con el desapego sereno, con la certidumbre principial e inicial de Lo único que importa, y después con la paciencia y la confianza. Cuando no viene ninguna ayuda del Cielo es porque se trata de una dificultad que podemos y debemos resolver con los medios que el Cielo ha puesto a nuestra disposición. De una manera absoluta, hay que encontrar la felicidad en la oración, es decir, hay que encontrar en ella suficiente felicidad como para no dejarnos turbar en exceso por las cosas del mundo, tanto más cuanto que las disonancias no pueden dejar de ser, siendo el mundo lo que es.
Existe el deseo de no sufrir injusticias o incluso, simplemente, de no ser perjudicado. Ahora bien, una de dos: o bien las injusticias resultan de nuestras faltas pasadas, y entonces nuestras pruebas agotan esta masa causal; o bien las injusticias resultan de nuestro carácter, y entonces nuestras pruebas lo manifiestan; en ambos casos hay que dar gracias a Dios e invocarlo con tanto más fervor, sin preocuparnos de la paja mundana. Hay que decirse también que la gracia de la oración compensa infinitamente todas las disonancias de las que podemos sufrir y que, en comparación con esta gracia, la desigualdad de los favores terrenos es una pura nada. No olvidemos nunca que una gracia infinita nos obliga a una gratitud infinita, y que la primera etapa de la gratitud es el sentido de las proporciones.
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Cada vez que el hombre se encuentra ante Dios con un corazón íntegro –es decir, pobre y sin hinchazón–, se encuentra en el terreno de la absoluta certeza, la de su salvación condicional así como la de Dios. Y por esto Dios nos ha hecho don de esta clave sobrenatural que es la oración: a fin de que pudiéremos estar ante El, como en el estado primordial, y como siempre y en todas partes; o como en la eternidad.
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La oración –en el sentido más amplio– triunfa sobre los cuatro accidentes de nuestra existencia: el mundo, la vida, el cuerpo, el alma; podríamos decir también: el espacio, el tiempo, la materia, el deseo. Se sitúa en la existencia como un refugio, como un islote. Sólo en ella somos perfectamente nosotros mismos, porque nos pone en presencia de Dios. Es como un diamante que nada puede empañar y al que nada se resiste.
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¿Qué es el mundo sino un flujo de formas, y qué es la vida sino una copa que, aparentemente, se vacía entre dos noches? ¿Y qué es la oración sino el único punto estable –hecho de paz y de luz– en este universo de sueño, y la puerta estrecha hacia todo lo que el mundo y la vida han buscado en vano?
En la vida de un hombre estas cuatro certezas lo son todo: el momento presente, la muerte, el encuentro con Dios, la eternidad. La muerte es una salida, un mundo que se cierra; el encuentro con Dios es como una abertura hacia una infinitud fulgurante e inmutable; la eternidad es una plenitud de ser en la pura luz; y el momento presente es, en nuestra duración, un lugar casi inasible en el que somos ya eternos –una gota de eternidad en el vaivén de las formas y las melodías–. La oración da al instante terrestre todo su peso de eternidad y su valor divino; es la santa barca que conduce, a través de la vida y de la muerte, hacia la otra orilla, hacia el silencio de luz, pero no es ella, en el fondo, quien atraviesa el tiempo repitiéndose, es el tiempo el que se detiene, por decirlo así, ante su unicidad ya celestial.
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El hombre reza, y la oración forma al hombre. El santo se ha convertido él mismo en oración, lugar de encuentro entre la tierra y el Cielo; él contiene, por ello, el universo, y el universo reza con él. Está en todas partes donde reza la naturaleza, reza con ella y en ella: en las cimas que tocan el vacío y la eternidad, en una flor que se abre, o en el canto perdido de un pájaro. Quién vive en la oración no ha vivido en vano.

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Estos son algunos fragmentos extraídos del libro LAS PERLAS DEL PEREGRINO, Frithjof Schuon, editorial OLAÑETA (Apartado 296-07080 Palma de Mallorca) I.S.B.N. 84-85354-27-2